miércoles, 11 de marzo de 2015

Luis Enrique

Vera Manzano

Un día más. Una mañana soleada más.
Otro automóvil, otro camino recorrido.
Llega al salón de clases, el suyo, el del grado en que cursa, y se sienta en aquella banca que está casi al fondo, la cual también es suya.
Ve los rostros que le rodean; algunos son aún desconocidos así que en sus pensamientos no se asoma más que la indiferencia de saber que están ahí, de sentirlos al hablar, de oírlos moverse, como todos los días…
Otros, sin embargo, lo hacen sentirse confiado y libre, le irradian felicidad y tranquilidad.
¿Qué mejor que tener un compañero con el cual no haya que dar explicaciones?
Un compañero que disfrute lo que él, que se ría como él.
Lo demás es demasiado, lo que es incomprensible le resulta aturdidor.
Dentro de estos dos niveles de confianza, estas dos fases en las que se presenta, él resulta atraído, en particular, por otra distinta: una persona que se une a él, que le da la fuerza que necesita al sentirse débil.
A ella no le da ni los mismos ojos ni la misma sonrisa ni las mismas palabras que le da a los otros. Y es que ella simplemente está. Ella lo ve constantemente y busca en su mirada eso que él considera muy preciado; su confianza, su cuerpo, sus tristezas.
No lo dice ni se lo explica, igual que cuando uno trata de expresar sus sentimientos hacia la madre propia. Ella solo está, y lo ama.
Luis Enrique, con cuerpo moreno y ojos del color de la noche, no se cuestiona mucho acerca del porqué de su rutina. Las situaciones del futuro se irán dando, y las del presente se concentran en elegir el sabor de su picada.
Él es una sonrisa andante, sin mucho trasfondo, sin mucho adorno. Gracias a su calma y su naturalidad, el mundo aún es un lugar con gente que ríe por reír, porque le gusta.

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