Luis Enrique
Vera Manzano
Un día más. Una mañana soleada
más.
Otro automóvil, otro camino
recorrido.
Llega al salón de clases, el suyo,
el del grado en que cursa, y se sienta en aquella banca que está casi al fondo,
la cual también es suya.
Ve los rostros que le rodean;
algunos son aún desconocidos así que en sus pensamientos no se asoma más que la
indiferencia de saber que están ahí, de sentirlos al hablar, de oírlos moverse,
como todos los días…
Otros, sin embargo, lo hacen
sentirse confiado y libre, le irradian felicidad y tranquilidad.
¿Qué mejor que tener un compañero
con el cual no haya que dar explicaciones?
Un compañero que disfrute lo que
él, que se ría como él.
Lo demás es demasiado, lo que es
incomprensible le resulta aturdidor.
Dentro de estos dos niveles de
confianza, estas dos fases en las que se presenta, él resulta atraído, en
particular, por otra distinta: una persona que se une a él, que le da la fuerza
que necesita al sentirse débil.
A ella no le da ni los mismos ojos ni
la misma sonrisa ni las mismas palabras que le da a los otros. Y es que ella
simplemente está. Ella lo ve constantemente y busca en su mirada eso que él
considera muy preciado; su confianza, su cuerpo, sus tristezas.
No lo dice ni se lo explica, igual
que cuando uno trata de expresar sus sentimientos hacia la madre propia. Ella
solo está, y lo ama.
Luis Enrique, con cuerpo moreno y
ojos del color de la noche, no se cuestiona mucho acerca del porqué de su
rutina. Las situaciones del futuro se irán dando, y las del presente se
concentran en elegir el sabor de su picada.
Él es una sonrisa andante, sin
mucho trasfondo, sin mucho adorno. Gracias a su calma y su naturalidad, el
mundo aún es un lugar con gente que ríe por reír, porque le gusta.
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